
Aunque para mucha gente (qué vamos a decir de la joven) pudiera resultar difícil de creer, en los ochenta (recordemos que a partir del 82 gobernaba el PSOE) la actividad sindical resultaba muy complicada en según qué sectores. Cuarenta años de dictadura y represión dejan secuelas muy profundas, no solo en lo que podríamos considerar aparato político, sino en el conjunto de estructuras de todo tipo (sociales, culturales, cómo no, económicas), cuya erradicación es difícil y, para quienes emprenden la tarea, sacrificada en la mayor parte de las ocasiones. En mi caso concreto, la enseñanza privada, en manos mayoritariamente de la Iglesia Católica, el nivel de conciencia sindical era casi inapreciable, no digamos el de militancia. Algún foco disperso, en aquellas escuelas que tenían raiz láica (La Escuela Francesa, por ejemplo), o regidas por congregaciones religiosas comprometidas con la democracia (El Madre de Dios -actual Funcadia- podría entrar en esa categoría), pero con un arraigo colectivo testimonial. Señalarse en aquel momento como militante de la FETE-UGT, participar "a cara descubierta" en un proceso de elecciones sindicales, no solo como candidato en tu propio Centro de trabajo, sino convertido en permanente sindical temporal (por tres meses que entonces duraba el periodo electoral), es desde nuestra perspectiva algo sin importancia (aún hoy en algún centro privado seguiría siendo pasaporte a la calle), pero tenía sus complicaciones. Había un extendido ambiente de miedo, en algún caso de verdadero pavor, que hacía difícil encontrar candidatos y candidatas, que dificultaba la realización de encuentros o asambleas con trabajadores y trabajadoras, a pesar de lo cual, hubo gente que se echó adelante y fue valiente. Gracias a ellas y ellos, muchas cosas han podido ir cambiandose hasta llegar donde estamos. Es lícito querer mejorar y hacerlo partiendo de la crítica de lo actual (es la base del progreso), pero perderíamos muchas enseñanzas si no quisiéramos ver de dónde venimos, lo que hemos recorrido.
Recuerdo con extraordinario afecto a un montón de compañeras y compañeros de los diferentes centros de Huelva capital, de Bollullos, de Santa Olalla, de Valverde..., que comprometían su tranquilidad como docentes para emprender una lucha por derechos elementales que poco a poco fueron consiguiéndose. Asambleas, movilizaciones, encuentros... jornadas de complicidad que nos hicieron fuertes para asumir, colectivamente, un trabajo necesario. Mención especial habría que hacer de las trabajadoras y trabajadores de servicios dentro de los centros que, por su número más escaso, por la falta en ocasiones de herramientas para enfrentarse a la patronal, asumían un mayor nivel de riesgo, por ser más vulnerables, cuando emprendían la tarea sindical. Para ellas y ellos, mi eterno homenaje. De la mucha buena gente que encontré entonces aprendí el valor del trabajo colectivo a partir del compromiso y el esfuerzo personal de cada componente.
Aunque pudiera resultar duro que te cerrarán la puerta de manera desconsiderada cuando acudías a un centro para reunirte con la gente (alegando que habían decidido -¡libremente!- no recibirte), o las horas de soledad en tanto te desplazabas hasta un rincón alejado de la provincia con el riesgo de un viaje infructuoso, lo cierto es que compensaba con creces -por eso nunca lo he considerado ningún mérito- la propia satisfacción que nacía de la consecución, junto a tus compañeras y compañeros, de logros que nos acercaban a un sistema más justo (por más que es una pelea que no acaba nunca).