Hay todo un plan diseñado y puesto en práctica por las posiciones neoliberales para desacreditar el ejercicio de la política y, en especial, a quienes se dedican a ella desde tareas institucionales. Hoy la imagen que tienen los "políticos" entre la ciudadanía es absolutamente negativa. Quienes están en ella son, por definición, corruptos, van a lo suyo, engañan y solo buscan su rédito personal.
En parte, comencemos reconociéndolo, al éxito de esa estrategia de desprestigio hemos contribuido nosotros mismos, quienes nos dedicamos a la acción política. Las tácticas cortoplacistas, demagogas en muchos casos, que buscan la rentabilidad electoral (real o supuesta), basadas en dos principios: la culpa es del otro y el "y tú más", han propiciado, en ocasiones, una especie de circo público al modo y manera de los programas basura de la televisión, en los que el insulto, el exabrupto, cuando no la infamia y la calumnia se convierten en ordinarios. Se ha proyectado así una imagen de gente que se pelea entre sí y lo hace por ocupar "un sillón", por tener, sentado en él, prebendas por encima del resto de los mortales. Con olvido de los problemas de la ciudadanía. No se trataría pues de resolver esos problemas sino de aprovecharlos para seguir captando votos y denigrando al contrario.
He de decir que resulta, desde dentro, muy difícil sustraerse a esa dinámica, aún a sabiendas de que, en última instancia, todos y todas resultamos perjudicados en la imagen que proyectamos. Eso es así porque defendemos modelos diferenciados de sociedad y, por tanto, no podemos permanecer impasibles ante según que medidas, ante según qué declaraciones, que atacan directamente aquello que consideramos derecho o reivindicación básica y justa de cualquier grupo social.
Dicho esto, se hace necesario, con la palabra, pero sobre todo con el ejemplo, vindicar la política. Porque es cierto, y no me cansaré de repetirlo, que la inmensa mayoría de quienes nos dedicamos a ella (y pienso ahora, sobre todo en los miles de concejales, concejalas, alcaldes y alcaldesas de municipios pequeños) lo hacemos desde la honestidad, desde la honradez, desde el convencimiento profundo de estar defendiendo principios y valores que entendemos positivos para el conjunto de la ciudadanía. No existe en su dedicación ni el más mínimo atisbo de lucro personal. En muchos casos, y antes al contrario, se sacrifican proyectos personales y familiares en aras de una vocación de servicio, anclada ideológicamente, que en nada se asemeja a ese tópico que se instala cada vez con más fuerza en el imaginario colectivo. Hay mucha (son mayoría) buena gente que dedica su vida a ayudar a los demás desde su compromiso político, sin más contrapartida, en el mejor de los casos, que la de ganarse la vida como cualquier otra persona; sin lujos, sin enriquecimiento, sin prebendas... como cualquier hijo de vecino.
Pero eso, hoy, parece un cuento chino. ¿Te dedicas a la política? Pues, automáticamente, eres un "chorizo", una mala persona...
Este convencimiento social, tremendamente negativo, es además muy peligroso. Peligroso porque intenta y consigue alejar a la gente de la participación. Peligroso porque deja en manos de una minoría las decisiones. Peligroso porque si la buena gente se cansa (y uno se puede cansar, por muy firmes convicciones que tenga, de que lo insulten, lo vituperen, públicamente, sin ningún problema para quien lo hace), la responsabilidad será ejercida por quienes no tengan problema en asumir la imagen (que entonces podría ser real) de corrupción, a cambio de tener la capacidad de tomar las medidas que entiendan más adecuadas (entonces, sí) a sus intereses.
¿Cuál es pues la respuesta? Por supuesto, más democracia en primer lugar. Facilitar la participación de cuanta más gente, mejor. Abrir las puertas. Pero también explicar, educar (porqué creen que a ciertos colectivos les duele lo de "Educación para la Ciudadanía"), rendir cuentas, ser transparente...para que pueda percibirse con claridad que la mayoría de responsables son (somos) honrados y actuamos desde el compromiso con la sociedad. Cambiar también las formas. Procurar el fomento del respeto, sin huir de la contundencia en la defensa de nuestros planteamientos, incluso la vehemencia cuando la ocasión lo requiera. Pero sin renunciar nunca a cuantas formas de expresión o de defensa de nuestros postulados establezca el marco legal. Evitar la descalificación fácil, no argumentada, sí. Renunciar a dejar claras las cosas, jamás.
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